Las conversaciones suelen ser el mejor material para identificar, no solo tendencias, sino también vicios que tenemos a la hora de comunicar; sea una necesidad, una solicitud, un favor o un servicio. Y en una de esas conversaciones con mi colega, Susana Gallo, me hizo caer en la cuenta de la frase que titula este artículo, y de la cual ella reflexionaba: «¿Por qué si nos molesta, la seguimos usando con otros?».
Últimamente he notado que todo siempre se resume en hacer consciente las actitudes, observarlas más allá del juicio: nuestra programación originada en métodos, cultura, educación, familia y creencias nos llevan a pasar por alto incluso actitudes que suelen chocarnos, y darles vida en nuestro entorno cotidiano extendiendo así los vicios que terminan por volverse costumbre.

Sé que un buen número de quienes leen (por cierto gracias por ofrecerme los 10 primeros segundos de atención que aterroriza a todos los generadores de contenido) sabrán que el «es para ayer» es una especie de muletilla que usamos para dar una connotación de urgencia a cualquier tarea que implique gestión de otros. Pasa con clientes, con profesores, con colegas… una sátira de la poca posibilidad de dar respuesta en el tiempo deseado, pero que se pide casi como favor, casi como en broma, que es de «vida o muerte». Sí, la ansiedad nos vuelve dramáticos y se convierte en un mal chiste.
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A la urgencia la hemos llevado a la valoración de importante, no desde la mirada de cumplir, sino que ante las nuevas narrativas de eficiencia, asumimos el estrés como un atributo de estatus y relevancia en el día a día. Personalmente no admiro estas actitudes, solo me evidencian a una persona que se perdió en el limbo de las obligaciones no conversadas y negociadas con los implicados. Para mí el afán es ficción. (Sí ya sé, me hablarán de los jefes tóxicos las cuentas por pagar los niños la universidad los clientes) pero si miran bien, con todos se puede conversar un asunto tan humano como el tiempo y sus posibilidades.
Llamo la atención sobre el tiempo, gracias a la resignificación que tenemos del mismo por lo absortos que estamos en nuestras pantallas; en la redacción de correos y mensajes, grabación de audios y registro de nuestros días en historias de Instagram. Una gama de acciones que van ocupando espacios donde la atención se va perdiendo en el consumo desmedido de información que transforma nuestra relación con el espacio/tiempo, donde una solicitud de ejecutar tareas no se acopla a la realidad del tiempo que toma llevarlas a término.
Cumplir con la solicitud de urgencia, pasa de la gratitud de una circunstancia esporádica a un modus operandi, a una frecuencia, a una «normalidad» que termina estallando las emociones de los implicados. Incluso hay quienes lo tienen como atributo en convocatorias laborales… sí, todos hemos leído la fatídica línea: «Que sepa trabajar bajo presión». ¿Presión de qué? ¿Del desorden de un proyecto, de la no inteligencia emocional de una empresa para valorar los espacios de creación y ejecución que lleven a un resultado de valor? Normalizamos las peticiones cargadas de ansiedad, que tras este nuevo escenario pandémico (hey!, la pandemia no se ha ido) es un coctel molotov que socaba los nervios y salud mental de equipos completos.

Hagamos consciente la narrativa que aplicamos a nuestras labores: términos como «llegó un chicharrón», o el eslogan de trasnocho en las agencias que preguntan si pizza o pollo, con esa sorna de «usted sabe a qué hora entra pero no a qué hora sale», contrasta con la discusión cada vez más cercana sobre la influencia de la vida laboral y el equilibrio emocional de quienes participamos de ella.
Leía en un informe de tendencias de principios de este año, sobre esos líderes de hoy, sobre esas palabras clave que hacían mella en sus equipos; y me ofrecía una luz de esperanza que esas frases de cajón del tipo: «Somos una familia y vamos en el mismo barco» ya no calan en las nuevas generaciones; más bien evalúan si el tener en cuenta la calidad emocional de las personas hacían sinergia con los objetivos estratégicos que se planteaban.
Las valoraciones cambiaron, los intereses también y las perspectivas de éxito ni hablar: el consumo desmedido, la acumulación de bienes, ya no son símbolos de estatus; la capacidad de adaptación y la creatividad que conlleva es la nueva gran habilidad, y el respeto por el espacio personal del otro contrasta con unas redes que revelan cada vez más la intimidad de los usuarios (nunca dije que el entorno fuera coherente) por eso pretendo con este artículo hacer caer en la cuenta sobre esa poca atención que prestamos a frases, dichos, enunciados de reuniones, que afectan a quien lo recibe y que la mayoría de las veces deja entrever una sonrisa cómplice, cuando por dentro quiere gritar (sí, también conocemos memes y stickers que lo evidencian, a mí se me ocurren varios en este momento).

Acudiendo a la reflexión de mi colega, llamo la atención sobre empezar a notar esas acciones que aplicamos a otros y que nos aterra que nos sucedan a nosotros. Ser tirana porque he recibido tiranía es un círculo vicioso que nos hará hacer promesas que solo activan la posibilidad de reventarnos y simplemente no estar bien. ¿Al fin esto último no es lo que queremos todos?
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