¿Por qué «la singularidad» es una obsesión a la hora de construir estrategias?

Hace poco me preguntaba por la singularidad, ese atributo que hoy enloquece a la mayoría de estrategias y proyectos que pintan el futuro. ¿En qué momento el hombre captó que ese era un camino? Sobre todo cuando se reconoce que gracias al sentido de comunidad, y la colaboración entre esta, es que logramos llegar hasta lo que definimos como el hoy en nuestra historia como humanidad.

Comencé a preguntarme por esas emociones supremamente particulares, que hacen erizar y reaccionar de la forma más íntima, pero que se necesita compartir con otros que pueden identificarse con la sensación: hablar sobre ello, exponerlo, mostrarlo como señal de confianza hacia quien se le comparte. Si se mira bien, eso termina siendo la comunidad con sus culturas, creencias e identidades. Comienza la separación a partir de la forma en que se ve determinada realidad. Están ellos y nosotros.

Con inocencia miré hacia esas herramientas o escenarios que aluden a la tecnología desde sus inicios. Primero pensé en el correo electrónico con la asepsia de su usuario y contraseña: mi espacio, «mis reglas». Luego quise ser más romántica y me fui al Walkman, ese dispositivo que nos llevó al sentimiento de protagonizar nuestro propio videoclip mientras se cruzaba por una realidad sonora que no queríamos para el momento. Tal vez fue la primera decisión que tomamos desde el matiz de una rebeldía sana, pero que ofrecía una identidad, una señal de pertenecer a una tribu que susurraba al oído y que se compartía después en una conversación con los amigos y cercanos. El Walkman representa esa individualización a partir de lo que decido sentir, y la música sensorialmente, es tal vez lo que más pueda compartirse a un colectivo que piense igual a ti.

Pero después de un tiempo me sentí avergonzada al no reconocer que el libro realmente es la pieza clave de individualización. Esos «dispositivos» que aguardan en paredes, estanterías y rincones del mundo, tienen una historia de rebeldía, tecnología, avance, cambio y transformación en la humanidad; que tal vez por su compañía etérea pasamos de largo su significado.

La singularidad de una lectura, la singularidad del mundo que construye el lector a medida que avanza por las páginas, pero sobre todo saber que el libro superó la manía de hacer memoria, de quitarle la responsabilidad de transmitir ideas e historias a los juglares, para dar paso a la teoría (creo que este término se le debe a Aristóteles) esa que con la aparición de la letra consumada en superficies fijas, transformaban el tiempo para asimilar el conocimiento de individuos, y por ende, de comunidades. Muere un poco la oralidad.

Y aquí vuelve el concepto clave, el tiempo. Este marca la inmersión del invento, de la innovación, del nuevo lenguaje: desde la valoración que el hombre haga de este, en el momento de la historia que se encuentre, depende qué tanto se inmiscuya en la historia de los individuos la nueva propuesta. Se dice que Sócrates odiaba los libros, porque no permitía la conversación que se lograba en las discusiones. Los veía como una amenaza, y es casi como girar la mirada a quienes protestaban (o protestan) por las computadoras, internet y ni hablar de las redes sociales. Los cambios en la naturaleza del lenguaje parece que siempre levantan ampolla en quienes ya dominan la forma de comunicar y recibir información. Sí, somos un reciclaje de emociones… innovamos poco en ese asunto.

Regresando a la relación tiempo y singularidad, es comprensible que la sociedad de hoy se inmiscuya a fondo con los nodos de información que se van construyendo en su algoritmo. Tras el halo de productividad, del hacer desde el esfuerzo propio, no parece haber tiempo qué gastar en asuntos que saquen de la meta personal a los usuarios: tal vez por eso el segmento es la palabra clave de las estrategias de comunicación y marketing hoy; ahí yace el universo, no solo de intereses sino de miedos y límites para traducir la realidad. Digamos que esa conversación que Sócrates reclamaba a los libros, después de lograda, anuló el argumento, para dar paso a la creencia, un eslabón que aún nos falta superar.

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Museumgoers taking photographs of the Mona Lisa at the Louvre, Paris, 2012

El mundo está dividido, así lo percibamos de oídas. Si creemos en nuestro algoritmo, hay una coherencia entre lo que pensamos y consumimos. Y las plataformas se esmeran en que en la medida que se esté a gusto, se ofrezca más información que alimente los sentidos de pertenencia de comunidades cada vez más homogéneas. Y tal vez para conocernos a fondo, hacen que se nos atraviese un tema no grato, para saber cómo reaccionamos a él: ¿pasamos de largo? ¿Comentamos? ¿Compartimos para señalar desde la cómoda burbuja de nuestra información? Algo lógico, si comprendemos que desde la ira y el miedo, se logra el control.

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La singularidad es algo que aman las empresas tecnológicas, y tal vez lograron leer entrelíneas lo que el hombre ha hecho desde hace mucho con sus pensamientos: potenciarlos desde la vitrina de las plataformas sociales para sentirse parte de un movimiento, causa o deber ser del mundo, es casi como tener la oportunidad de leer la mente y someter… Ya la biología hace lo propio de la mano de estos gigantes: el cuerpo es otro algoritmo, traducirlo significa dominarlo, desde su especial función y papel que cumple en la toma de decisiones. Las mismas que se traducen en una nueva economía, en un nuevo eslabón en las historia de la humanidad. Cada mente es un universo completo por traducir, es una sinergia con el entorno y otras mentes, es la colmena que se trata de traducir a sí misma… Y sí, fui una tonta romántica al solo tener en cuenta al Walkman.

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