El tono de comunicación de las compañías tecnológicas aún se enuncia bajo el sueño de acceso a la información democrática con la que inició toda la movida de internet en los 80´s. Una utopía que queda en la memoria y que se asimila como el progreso que la humanidad necesita para poder avanzar hacia la conquista de un pensamiento, una especie de consciencia colectiva, que nutra la vida de los usuarios. Solo que nunca se contó con la tenebrosa sombra que embarga al ser humano y que demanda su interés particular a costa de los demás, y que la tecnología potencia a niveles sin precedentes en la historia.

«Queremos adelantarnos a lo que los usuarios están pensando y entregarles el resultado en su búsqueda» fue el propósito que Larry Page, fundador de Google proclamó en una de sus tantas conferencias, como respuesta a una pregunta sobre el uso de datos que involucraban rastreadores en los teléfonos Android de la compañía, y que la mayoría de las personas desconocían.
Mark Zuckerberg hace poco hablaba en una conferencia de alto impacto, con ese formato creado por Steve Jobs para persuadir desde el discurso y la estética a un público ansioso, sobre la privacidad de la información en un mundo conectado, promesa que pocos días después era refutada por titulares de prensa y citaciones al Congreso de Estados Unidos, tras la evidente usurpación y robo de datos de millones de usuarios de la red social.
Con este artículo quiero resaltar el tono de comunicación que suelen usar estas compañías cada vez que una regulación llega a sus puertas, casi siempre traducidas por sus portavoces como una acción retrógrada del sistema que no entiende a la velocidad que va el mundo, solo que no especifican que esa analogía de tiempo compete directamente a sus negocios altamente lucrativos y hace jaque a la vida cotidiana de millones de usuarios en el mundo que desconocen el destino y consecuencias del uso de sus datos.

Un ejemplo de esto se vivió en Australia, donde Facebook, tras la orden de pagar a los medios por los contenidos que circulaban en la red social, decidió mostrar su poder de influencia al no permitirle a los usuarios compartir desde sus muros las noticias de las marcas informativas involucradas en el litigio, además de dejar un tufillo de censura en la opinión pública tras su comunicado del porqué había tomado esa decisión. A lo que la masa respondió tal y como el magnate quería, dejando al gobierno y sistema regulatorio como el más alto enemigo del avance y desarrollo de la comunicación masiva que conecta al mundo… el a costa de qué es lo que esa masa desconoce.
Más allá de un enfoque comercial, donde se acierta en nichos de público a la hora de pautar, la ética del negocio se pone en entredicho, no solo por los rumores de motivo de renuncia de altos ejecutivos de estas empresas, quienes suelen alegar aspectos éticos (cómo olvidar ese intro del documental en Netflix, Nada es privado, en el que con voz quebrada y tímida, más de uno lanza frases sueltas de un recuerdo que suena a pesadilla). El saber demasiado de la forma en que opera una empresa matriz como Alphabet, determina una manipulación que sobrepasa el aspecto humano para dar resultados contables.
Las predicciones sobre dónde y por qué puede querer una persona gastarse el dinero se obtienen a partir del acceso exclusivo de Google al excedente conductual y de sus capacidades analíticas, igualmente exclusivas: «Coma aquí», «compre esto». (…) Incitar, atraer, sugerir, animar, persuadir, inducir cierta sensación de vergüenza, seducir: Google quiere ser ella misma nuestro copiloto para el resto de nuestra vida.
Shoshana Zuboff – La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder.

Toda nuestra actividad, más allá de las búsquedas y consumo en la web, sino también desde nuestros celulares, con el registro de imágenes, lugares, personas, voces y geolocalización; van alimentando un algoritmo que comienza a crear un ranking de aceptación que poco a poco permea nuestras vidas. Así como en China, el escaneo facial para calificar a sus ciudadanos es usado para determinar su «viabilidad y confianza» de cara al sistema; a este lado del mundo también nos están puntuando para tener acceso a un trabajo, cupo universitario o créditos bancarios.
Nuestra voz se convierte en un gran insumo: el tono, la extensión, los momentos del día y cómo nos referimos a ciertas situaciones, son data que nos perfila con una precisión que raya en el absurdo y que se despliega desde ese dispositivo, extensión de nuestra existencia, que llamamos teléfono celular. La conexión que democratiza, termina llevándonos a ese símil con la mirada de pez, que siempre se mueve en la misma pecera, y que cree estar descubriendo mundos nuevos cuando en realidad todos están predeterminados por intereses del llamado Capitalismo de la vigilancia.
(Aquí una introducción al libro la civilización d ela memoria de pez. / Bruno Patino)
El tono del contrato
Todos hemos caído en ese hoyo negro de los Términos y Condiciones, un folio de argumentos y palabras enrevesadas, donde el afán de obtener la recompensa de facilitar tiempo y espacio, nos llevan a hacer clic en la mentira de haber leído y dar Aceptar.
Puede que para las herramientas de productividad que suelen estar en las dinámicas de trabajo y cumplimiento de tareas, algunos quieran dar paso a la obviedad de entregar información; pero el auge del monitoreo del sueño, por ejemplo, acapara la atención de empresas como Apple, próximo a sacar su «colchón inteligente», un adjetivo que de inmediato se relaciona con la tecnología y sus beneficios, completamente medibles.
Una compañía que lleva rato en este terreno es SleepIQ, una cama que cada mañana le ofrece una puntuación sobre la calidad del sueño a sus usuarios. Más allá de la obsesión por el control y medición que tenemos los seres humanos, está el modus operandi de estas empresas (siempre en tono de sugerencia para optimizar funciones) de solicitarle a la persona conectar la cama a la app de fitness y al termostato para poder identificar como el ejercicio físico o la temperatura de la casa afectan el sueño.

En pocas palabras, solicitan datos que al ser entregados por el usuario, se toman como una manifestación de consentimiento; el asunto es que nunca queda claro qué se hace con ellos más allá de escueto balance que entrega cada mañana.
Supongamos que hay un usuario que decide no entregar información y saltarse las «inocentes etapas», aparece el tono de advertencia sobre la funcionalidad del recurso: «Que usted nos suministre información a nosotros es una decisión exclusivamente suya. Si decide no suministrarla, nosotros no podremos proporcionarle ciertas funciones, productos o servicios».
Le invito a que trate de desactivar la geolocalización de su teléfono para que lea la cantidad de miedos que enuncian sobre el riesgo de funcionalidad y efectividad que «sufre» el aparato.
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Los escenarios cuentan con un entramado de requisitos, discursos y facilidades que cobijan una realidad que tendrá consecuencias en la toma de decisiones a futuro: sea de forma individual o colectiva. Mientras esto se hace evidente, las compañías tecnológicas siguen aludiendo al derecho de potenciar negocios, al emprendimiento (que el monopolio de las mismas hace casi imposible) y a mirar con desdén los arcaicos sistemas regulatorios, que miran sin entender muy bien el tsunami que tratan de nadar.
Mientras la UE acapara titulares, trata de sopesar el uso de los datos en su territorio y cuestiona ciertas conductas; Latinoamérica sigue en un completo desconocimiento de la nueva realidad, mientras tanto siguen con la arcaica relación del lobby como único recurso para enterarse de las propuestas de estos gigantes; un escenario más que propicio para facilitar el trabajo de estas compañías que traen a su favor el pavoroso mal de la política latinoamericana: el interés particular que alienta a nuestros gobernantes que lo más seguro pueda traducirse en corrupción.
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