Nos celebramos a nosotros mismos todo el tiempo en un scroll sin fin. Al avatar con el que aparecemos en las redes, le buscamos el filtro adecuado, la pose precisa, la lectura fácil y casi como por reflejo estamos atentos a la reacción de ese esmero por captar la atención de quienes nos siguen.
Siempre he visto con cierta ironía el corazón de Instagram que simula el “me gusta”, un símbolo que con el tiempo es cada vez más automático, y por esa manía, sabida de forma casi inconsciente por muchos, se busca publicar el contenido que genere clics y comentarios y tendencia a como dé lugar. El cómo y el a costa de qué, ya no importan.
Incluso por ahí lo explican bajo una teoría que llaman la democracia de los crédulos. Sí, estamos en la era de las teorías, ¡cuánto quisiera dominar ese tono pegajoso, casi adictivo de los discursos con teorías conspirativas!… Podría casi confesar un placer culposo.
Y aquí, en medio de ese escenario lleno de filtros y parábolas de la forma en que se traduce el mundo particular, llega el momento de verse a sí mismo en el mundo físico, y comienza algo que siempre va a generar conflicto, y es la comparación. Tal vez no nos cuadre el avatar exitoso de las redes, con quien estamos viendo en el espejo.
Para que me entienda mejor, le recomiendo la entrevista al filósofo y profesor, José Carlos Ruiz, cuando habla sobre la filosofía para cuestionar el mundo que nos rodea. Una charla amena que hace parte de las entregas de esos especiales coquetos que ha hecho el BBVA, bajo el hashtag #AprendamosJuntos de la mano del diario El País, en Youtube.
Me obsesiona la actitud del usuario porque al generar contenido siempre pienso en lo que me gusta llamar la humanidad detrás del clic: esa que se apasiona, ama, tiene miedo, se indigna, se contrae y se emociona fácil. Es una humanidad que se deja llevar por el instante, el mismo que ha hecho famosos a muchos sin querer, porque tal y como alguna vez le leí a la periodista Esther Vargas, Eres lo que publicas… incluso en un momento donde se cometió la tan humana acción de equivocarse.
El usuario y sus vicios me ayudan a crear discursos que generan conexiones con ese instante, precisamente porque el consumo automático del contenido, nos exige a quienes lo creamos, pensar en ese minúsculo tiempo de contacto con la audiencia, solo para que se detenga por un momento en su inercia y sonría (una medición de la que pocos saben) por algo Facebook decide agregar emociones más allá del «me gusta»… pero siguen siendo automáticas.
Hay otra acción del usuario que amo observar, y es cuando alguien le muestra la pantalla de su celular a quien está al lado, es quizá, la estadística más exitosa: alguien decide apartarse de la inercia de la suma de contenidos y llevarlo al escenario físico. Un resultado, una serie de interacciones, que nunca van a aparecer en el informe de final de mes.
El usuario reta, y al mismo tiempo es predecible; gracias a sus burbujas de información que no permiten la confrontación. Es ese placebo que da el sentir que se tiene la razón, el rodearse de otros que piensan igual a mí, y que esta atmósfera creada, me da el permiso de señalar a quien agrede mis creencias… nunca dije que el usuario fuera sabio. Solo es humano.
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