En tiempos de ánimos caldeados, donde todos contamos con la opción de comunicar a un número de seguidores nuestras posturas, muchas de ellas soportadas por discursos que nos vamos encontrando por ahí y que exponemos hasta donde nos conviene, para sustentar nuestras opiniones, van construyendo una serie de relaciones tribales que nos llevan al espejismo de creer tener, no solo la verdad, sino la superioridad moral de la razón sin discusión.
Las redes sociales nos ayudan a construir comunidades con creencias, dogmas y formas de ver «la realidad» bajo un filtro compartido de crítica social, pública y personal. Vale llamar la atención sobre las consecuencias de estas acciones: si en un mundo lejos de los clics estos vicios sociales ya han provocado guerras y actos de exclusión; al pasar a escenarios virtuales, donde el lapidar al que piensa distinto, exponiéndolo a audiencias creadas por mi actividad en la web, esos seguidores que suelen compartir el mismo panorama moral, es lo que da vida a eso que llamamos «tendencia», en temas que nos competen como humanidad: la política, la religión, el entorno, la sociedad.
Los personajes que representan estos escenarios – políticos, periodistas, famosos, intelectuales – en la actualidad de los contenidos que consumimos, se enfrentan a una crítica permanente que los lleva a reaccionar y recibir, casi como pararrayos, los diversos frentes morales que componen esos temas, y es justo ahí, en esas marcas digitales, donde se encuentran todas las versiones: esas interpretaciones de la realidad, que cuentan con nichos que se organizan en hashtags (casi siempre de odio o burla) que llevan al usuario a pertenecer a lo que considera es la verdad… en pocas palabras, su verdad. Haciendo que la discusión nunca se dé, sino que se reagrupan bajo los filtros con los que quieren ver la situación, creando así nuevamente, un escenario cómodo sobre la forma en que debe abordarse, resumiendo todo a si se hace parte del tema tendencia o no.

Recursos de orden social tradicional como las leyes, las normas, las investigaciones se desdibujan en estos nichos, que ponen su razón como base de lo que debe ser. Somos como niños desarrollando una pataleta. Al ver que esa realidad que construí a partir de contenidos que me soportan la forma en que veo el mundo, a través de noticias, memes, columnistas, twitteros, marcas digitales que piensan igual a mí, discursos mediáticos que adapto a mis temas de interés; cuando veo confrontada esa «realidad» que me gusta, con opiniones y personajes que no van por la misma vía, la reacción moral ya no va solo por mi cuenta, sino que sumo a quienes tengo la certeza piensan igual a mí, poniendo en evidencia a quien piensa distinto, casi exponiéndolo a una serie de comentarios de mi comunidad. Suelen exponerse a estos personajes y contenidos con frases emocionales del tipo: «Miren a este idiota», «Definitvamente la ignorancia es atrevida», «No hay esperanza con gente así»… y lo más seguro a estas alturas a los lectortes ya se les ocurren unas cuantas frases.
Las consecuencias de exponer al otro
La comodidad del clic, el tiempo que me toma exponer bajo un filtro de burla, violencia o moralidad a otro usuario, que suele ser muy corto, puede llevarme a creer que ese poco esfuerzo no tiene ninguna consecuencia. Y aquí no solo me refiero a que ataquen físicamente a la persona expuesta, muchas veces no ocurre, pero sí vale la pena enfocarse en las consecuencias que esto nos compete como sociedad en la virtualidad.

La suma de discursos de odio, las noticias que responden a esos discursos, las investigaciones que quieren ahondar sobre el tema, los memes que prefieren reír ante la tragedia y los stickers que resumen la emocionalidad de un chat, comienzan a pesar en el ánimo de esas audiencias que comparten la percepción de esa realidad. Y esto se lee a diario desde los mensajes que evidencian la ansiedad, la depresión, el insomnio; aspectos de salud que parecen estar deconectados de la vida en la web, pero que si analizamos más a fondo, pueden tener mucho qué ver.
Cuando hablo de exponer, no solo me refiero a lapidar, también está esa autoexposición bajo filtros, ya sean narrativos o de Instgaram. Simular una vida que no ocurre, lleva a que la sensación de soledad se intensifique: tanto para el que la aprecia como para el que la publica. El aburrimiento llega cuando nos comparamos con otros. Y ese tufillo de desasosiego, incertidumbre, de no estar conforme, va permeando las vidas reales, las que enfrentamos como individuos, y que nos afectan en las relaciones que podemos tener como ciudadanos, miembros de una comunidad que aún existe más allá de nuestros gustos tras un clic.

A lo que quiero llegar es que de alguna manera, cuando expongo una superioridad moral frente a mis audiencias, que sé apoyarán mi postura y harán eco de ella, comienzo a crear una imagen de la que tal vez no soy consciente: la marca digital no solo se construye desde los contenidos que se hacen con estrategia, sino también desde las reacciones emocionales que trae el instante. Por eso es válido preguntarse si realmente se conoce a alguien por sus redes sociales, una suma de momentos que si se recorren en un periodo de tiempo, podremos observar lo esquizofrénicas que suelen ser nuestras miradas de «la realidad». Por eso un acto injusto es ir a publicaciones viejas para poner en evidencia a usuarios que hoy gozan de atención, todos vivimos cambios, y las redes en esos casos solo funcionan como retrovisor y evidencia de qué tanto nos hemos transformado.
Este espejo virtual de la «realidad» ya no debería pasarse por alto en la forma que influye en la vida de los usuarios. Sus consecuencias van más allá de los discursos de odio, o de la risa compartida en chats; estas plataformas son casi un salto cuántico en la historia de la humanidad, pero tal vez esto nos exija prestar atención sobre las acciones automáticas que tenemos durante el día, una suma de días, que ya llevan contando toda una historia propia, un engranaje de situaciones que al fin de cuentas debemos observar y determinar si realmente se merecen el tan famoso Me gusta ♥
3 comentarios sobre “«La verdad» de la que todos participamos en redes sociales”