El excelente negocio de ser buena gente

Ya bombardeados lo suficiente con información sobre el Covid-19, después de semanas de escuchar del tema, primero como algo lejano en China, donde automáticamente reaccionábamos desde el clic en las noticias, a tenerlo husmeando cerca de familiares y amigos. Después de crear campañas con las marcas que se obligaban a estropear sus rutinas, todos llegamos a una pregunta existencial, ¿qué nos quiere decir esto?

Como todo, cada quien le dará los significados que mejor se ajusten a sus creencias y formas de ver «la realidad». Igual, no vemos el mundo como es sino como somos, así que sí, digamos que «todos» tenemos la razón. 

Pero algo base en cualquier relación es la conexión que logramos con los otros, sea desde el respeto o la ignorancia, pero relación al fin y al cabo; y es el conjunto de estas lo que hace que un mensaje o interacción tenga ciertos sentidos. Tal vez por eso algunos mensajes comerciales no cuadran del todo en el sentir de los usuarios frente a las marcas, por algo el consejo de «no todos tienen que hablar sobre lo que está pasando». Es más, Google ya hizo que solo los realmente involucrados en temas de salud sean quienes hagan algún tipo de promoción sobre el Covid-19; los otros son tomados como oportunistas. Sencillo, si no le concierne, no es una tendencia a la que deba tratar de sacar provecho.

Los únicos enfoques que parecen cuadrar en todo esto son los consejos y la reflexión, porque al fin de cuentas, se trata de relaciones humanas con el entorno. El virus está ahí, se sabe más de lo necesario sobre él, pero sigue estando ajeno a lo que realmente importa, el llamado de atención a las relaciones con los otros, y a otros no solo me refiero a las personas, sino también a un entorno que responde a una cantidad de acciones que parecen aisladas, pero que terminan conectándose en la forma en que se influye en los días de los demás: en la percepción que vendemos del mundo, el enfoque con que documentamos la vida, la malicia con que consumimos la información cotidiana. Todo parece desfigurarse ante esta contingencia. Vemos una suma de muertos en las noticias como el marcador de algún juego macabro.

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El otro, con todos sus significados, es al fin de cuentas lo que determina mucho la calidad de mis relaciones, y tal vez internet, la red, es el engranaje perfecto para evidenciar los vicios de las relaciones modernas, donde la sensación de no presencialidad, parece permitir lanzar opiniones sin pensar en las consecuencias, precisamente porque la experiencia es impersonal. Eso es lo que me parece apasionante de observar a los usuarios en la red, es una conexión falsa de humanidad, son tan orgánicas las acciones allí que nadie se cree responsable de las consecuencias de sus opiniones, solo hasta que por un error terminan siendo parte de algún escándalo, que será igual de efímero a todos en los que alguna vez participó. Es un encuentro viciado por la misma necesidad de querer algo más donde pueda mostrar  mi moral como ejemplo.

La cuarentena arrecia el existencialismo con el paso de los días: quienes manifestaban en las redes sus estados de ansiedad, previo a que todo esto pasara, sienten que hay que lidiar con esto encontrándose con la comprensión o respuesta de lo otros, de las audiencias que terminan siendo el termómetro de cómo va su día en las redes. Ahora, único escenario de contraste con la soledad de muchos y la terapia de otros.

La compasión viaja por titulares de noticias donde se levantan los números vergonzosos de la cantidad de personas que viven del día, de la informalidad. El sistema se esmera en seguir la regla de la creación de imágenes que den una idea, así sea lo más cercana posible, de que todo está bajo control, pero no sin antes tener los fragmentos de miedo necesarios en el discurso. Y de ahí surge una esquizofrénica reacción de memes, tweets, artículos… que participan del engranaje del reír, indignarse y llorar de millones de usuarios para llenar los días que se ven planos tras las pantallas que ahora nos sirven para traducir el mundo.

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Ser buena gente no es para llevarlo a los escenarios morales, ese realmente es otro camino viciado de creencias sobre lo que el otro debe o no debe ser. Ahora más que nunca la humanidad está conectada, y tal vez nunca se había evidenciado tanto la necesidad de la calidad de los contenidos que se consumen: ¿cuántos no se enteran de la «realidad» por las publicaciones de sus amigos de Facebook, de quienes sigue en Twitter o Instagram, de los grupos de Whatsapp; incluso del constante y agónico ensayo actoral de Tik Tok? Y bajo ese discurso construyen su percepción de todo esto.

La responsabilidad de lo que se publica es un primer paso, preguntarse por el efecto que tendrá en quienes me siguen puede ser el paso siguiente. Aquí el llamado no es solo a unas marcas comerciales que están en un torbellino de incertidumbre económico sino para todos los que somos usuarios de redes y plataformas sociales.

Ser buena gente es un negocio sencillamente porque aporta paz personal y colectiva; la empatía, la comprensión y compasión son tal vez uno de los llamados de atención más fuertes que nos está haciendo esta crisis a todos, sin excepción: es solo ver a los presidentes de ego gigante rascarse la cabeza ante algo que los supera, sencillamente porque obliga a acercarse a «la realidad» de otros que lastimosamente siguen siendo contados tras una cifra.

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Si algo ha hecho este «bicho», como prefiero llamarlo, es mostrarnos lo diferentes que somos, la forma en que vivimos su presencia o su temor, demuestra una vez más las brechas y contrastes con que cada uno asume la realidad, lo que le toca. Y respetar esa diferencia, comprenderla, es un primer paso. No desde la crítica fácil que ofrece el teclado, sino desde la comprensión de que todos somos diferentes y que el respeto a esa diferencia, sin imponer opiniones de cómo se debe vivir, sin ese tono peligroso de la moralidad, puede ser la humildad que esta situación nos está pidiendo a todos.

Y a veces de lo sencillo que es, no lo vemos.

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