Ser parte de la oferta de contenidos desde la dirección de una agencia que se dedica a ellos, que se enfrasca en propuestas que tratan de responder a las necesidades de comunicación de sus clientes, parece no dejar tiempo para hacer una pausa, sopesar y luego publicar. Es ahí donde trato de jugar el papel de quien se pregunta por qué, para qué y de qué sirven las propuestas que se presentan.
Últimamente la reflexión embarga buena parte del trabajo que realizo, es una manía que imagino surge de la responsabilidad que siempre he sentido al influenciar con discursos creados para públicos que (no tan expectantes, pero sí consumidores) se encuentran con las ideas que nacen de objetivos, reuniones, búsquedas e investigaciones que se alojan en una gran cantidad de información.
Sin embargo tratar de descifrar lo que hay tras un Me gusta, un Compartir, o un Comentario, pasó de ser un logro a ser una inquietud frente a qué tan consciente se es de esas acciones, o si por el contrario, atañen más bien a ciertos vicios que vienen con la hora en que se consume el contenido, el estado de ánimo, el día de la semana o el tedio que se vive ese día.
Insisto en el ruido generado por una cantidad de información que nos convierte en marcas ambulantes, que lidian con audiencias, se somete a la crítica y se desvela por sobresalir. En enero hablaba sobre el formato estrella para este 2018, pero también llamaba la atención sobre el factor tiempo, ese que cada vez toma unas dimensiones menos efectivas y que parece aludir a una suma de cansancios, a una especie de grito desesperado por una pausa, pero que igual se llena de contenidos que no dan permiso al silencio.
Y resulta que este suele ser relacionado con el aburrimiento, que en tiempos modernos, es algo así como no contar con conexión a internet, no tener el celular con carga o a hacer una fila eterna en el banco.
Es así como me empiezo a sorprender con la búsqueda de silencios, casi como terapia, casi como método para salirme de la caja de notificaciones, observar las conductas, sorprenderme (casi que asustarme) y regresar para proponer contenidos que por lo menos obliguen a detenerse en el mensaje, generar una reacción que no sea instantánea sino que se guarde para más tarde, así la cita no se cumpla del todo.
Y resulta que después de un tiempo busco el aburrimiento, lo busco en el silencio, en la espera por el café sin mirar el celular, en la caminata a la oficina, en el viaje en taxi que se limita a hablar del clima con el conductor y al ¨loleo¨por la ventana. A tomar notas (sí, regresé al papel y al lápiz) para escribir ideas que van llegando por una frase que se cruza en el camino o una escena que me obliga a apartar la mirada del piso.
Lo paradójico de esto es que la nueva conducta sale del ruido mismo, de autores que se me aparecieron por algunas ventanas, post de Facebook, tweets y búsquedas de Google. Primero fue Carl Newport y su libro Enfócate. Llegó Bauman para hablarme de la Modernidad Líquida y se me aparece Byung-Chul Hancon con La sociedad del cansancio.
Y debo confesar que la reflexión de este último escritor, en torno a ser nuestros propios verdugos, cobijados por el discurso del ¨do it¨ o el ¨we can¨que nos da esa sensación de libertad, al tomar las riendas de nuestro propio destino (¿les suena a algunos nombres de tableros de Pinterest, cuentas de Instagram y páginas de Facebook?) hace que no haya límite para el agotamiento, precisamente porque es una lucha personal, ya no hay otro contra quién rebelarse; lo que hace de la depresión, el suicidio y el déficit de atención, algunas de las enfermedades que priman en el actual siglo. ¿Cómo entonces no preguntarse por la responsabilidad frente a la generación de tanto ruido?
Por eso creo que tenemos derecho al silencio, a oír a los clientes inmersos en esa ola de necesidades para llamar la atención, pero siendo responsables, o mejor conscientes del efecto que de una u otra manera tiene el aportar a que nadie se detenga a escucharse a sí mismo.
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