Internet es apasionante, es adictiva, se fue metiendo de a poco en la vida de incluso aquellos que la miraban con recelo hace 13 años. Se sospechaba, se creaban mitos, se «gomoseaba», se convirtió en la rutina dependiente del mundo y hoy, como cuando alguien ingresa a rehabilitación, reflexiona sobre sus efectos, con ese peso inevitable que genera saberse absorto en algo que si se renuncia a ello, es casi como dejar de existir.
Cada vez que dicto una charla en la academia, sale un docente a recriminar el alto tráfico de estupidez que existe en la Red. Se indigna, con cierto halo de nostalgia, de no encontrar en ella una mayoría de argumentos y contenidos de peso intelectual que sí existen en libros que caducan en estanterías de librerías y bibliotecas. Y mi respuesta siempre es la misma: «Hobsbawm me lo advirtió, debería leerse su libro Un Tiempo de Rupturas», y es que desde que lo leí comprendí que estoy viviendo esa parte de la historia donde el espectáculo, el escándalo sobre la palabra, el exhibicionismo, la palabrería, los significados individuales de la emotividad, el contacto sin fronteras; son las pautas del éxito contemporáneo, poniendo en jaque la academia, los escenarios del conocimiento, la política. Permeando todas las expresiones culturales: la música, la arquitectura, la moda, la literatura, el arte… Y sí querido profesor, el conocimiento en pro de la humanidad.
Los escenarios de poder no son ajenos a esta tendencia, la palabra que mejor define las respuestas de quienes participamos de Internet, y que pone en jaque una costumbre de influencias que algunos consideraban únicas de su naturaleza; caso preciso los medios de comunicación tradicionales, los mismos que desde la llegada de blogs, plataformas como Youtube con sus canales llenos de intrigas individuales y emociones públicas con tintes privados; se quisieron integrar cometiendo los mismos errores, poniendo en entredicho lo único que puede marcar una diferencia entre medios y usuarios; investigar para comprender y poder construir el mensaje.
¿Siempre ha existido tanta gente radical? ¿Siempre ha habido tanto estúpido? ¿La indignación siempre estuvo ahí en los discursos del día a día? La respuesta es sí. Es más, creo que Murphy alguna vez hizo el cálculo proporcional de idiotas con los que usted se encuentra según el número de décadas que logre vivir. Obvio esa estadística debió alterarse ante los nuevos muros de Facebook, el timeline de Twitter e Instagram y los espasmos emocionales de Snapchat.
Todos los días trabajo en la construcción de discursos, en la afinación de textos, fotos, diseños gráficos, videos: y es que este es un mundo del multiformato, donde ya no se vale decir qué estudió usted sino qué es capaz de hacer. Un golpe bajo para la educación tradicional que aún se arraiga a la nostalgia de un conocimiento que se enuncia para comprender y se practica poco para ejecutar y empezar a producir. Y es que al igual que los medios tradicionales la educación se incomoda ante tanta producción de contenidos, ante esa competencia de gente que no siguió la norma para meterse en la élite de los mensajes, en las audiencias masivas, en los privilegios que hace 30 años solo daba la intelectualidad, el saber académico, la experiencia.
No soy amiga de los pesares y las nostalgias; soy amiga de la empatía, de la observación, de la escucha, del análisis. Todo esto para saber adaptarme a un entorno en el que aún se vale ser inteligente, solo que nos tocó una parte de la historia de la humanidad donde usted demuestra qué tan inteligente es al saberle proponer el juego al más estúpido… Y si no me cree, le recomiendo que analice la campaña de Donald Trump.
Un comentario sobre “La Red: una plaza pública con millones de mentes estrechas”